El debate no es sobre si Uber debe existir o no. Debería ser, más bien, sobre cómo introducir el transporte colaborativo en Colombia. Pues Uber representa solo una fracción minúscula de los 12,2 millones de viajes que, según la Encuesta de Movilidad de Bogotá, se hacen al día en la ciudad.
El transporte colaborativo representa una oportunidad única. Y, por eso, el rol del Estado en esta discusión es determinante. Los distintos agentes continúan en la disputa, afectando así a los usuarios y sin capitalizar los enormes beneficios que este modelo nos ofrece.
El transporte colaborativo a escala surgió durante la primera década del siglo XXI ante un hecho irrebatible: la insostenibilidad del modelo de desarrollo urbano en movilidad de la mayoría de las ciudades del mundo. La creciente propiedad y el uso del automóvil particular empezaron a generar pérdidas incuantificables por externalidades negativas como la congestión, la siniestralidad vial y la contaminación.
Así nació el modelo de carsharing (carro compartido), liderado en sus inicios por el ZipCar de Robin Chase (autora del libro ‘PeersInc’, que los interesados en el tema no pueden dejar de leer), pionera en asuntos de innovación, transporte colaborativo y cambio climático. Significaba una nueva forma de entender que el acceso al transporte y su uso no requieren necesariamente de la propiedad. La difusión del modelo, sin embargo, se vio por muchos años limitada, pues la tecnología no permitía regular, ni cobrar, ni fiscalizar.
Pero el punto de quiebre se dio cuando estalló la tendencia de los teléfonos inteligentes hacía 2008. La revista The Economist estima que hoy cerca de la mitad de la población mundial tiene acceso a un teléfono inteligente y que, para 2020, la cifra llegará a 80 por ciento. Estos aparatos se convirtieron en una plataforma perfecta no solo para el modelo de carsharing, sino en general para las shared economies: las economías compartidas. Economías que han venido reconfigurando el capitalismo al reasignar de manera más eficiente y justa la vasta oferta existente, hasta hace unos años distribuida de manera desigual en la sociedad.
Los efectos de esa revolución los vemos hoy en Wikipedia, en Netflix, en AirbnB, en Tripadvisor, en WhatsApp, etcétera. Tomemos, por ejemplo, a WhatsApp. Esta aplicación le permite a cualquier persona con un teléfono inteligente usar una capacidad de ese dispositivo que, sin WhatsApp, no estaría utilizando: un espacio de memoria por el que paga. La aplicación elabora sobre recursos ya adquiridos y ayuda utilizarlos de manera más eficiente.
Uber también surge de este fenómeno. Los gobiernos siempre han hecho grandes inversiones para apoyar y promover el transporte público (que es más eficiente e inclusivo), pero en muchos lugares del mundo las personas han seguido prefiriendo modos de transporte insostenibles, particulares e individuales. Así, en la medida que nos sigamos alejando de los modos masivos más seguros y más limpios, la competitividad de las ciudades permanecerá en riesgo.
Y esto es así, a sabiendas de que el motor de las economías del continente latinoamericano son las urbes, que representan 79 por ciento de la población de la región. El sector transporte representa alrededor de 25 por ciento de la demanda mundial de energía y cerca de 61 por ciento del consumo anual de petróleo. Por lo tanto, el transporte tendrá un rol determinante en los escenarios de posible aumento de 2 a 4 grados de la temperatura global y, también, en la mitigación de los catastróficos efectos que esto pueda tener.
¿Legal o ilegal?
La mayoría de innovaciones que han resultado del auge de las economías compartidas han sido ilegales hasta que se desarrollan los marcos normativos apropiados. Como diría el novelista William Gibson: “El futuro ya llegó, solo que no está igualmente distribuido”.
Aplicaciones y plataformas como Waze, Uber y ZipCar hacen más eficiente la movilidad y el acceso a servicios, pero presentan desafíos normativos y conceptuales que, también en Colombia, debemos encarar. Vale la pena reflexionar sobre la profundidad del debate que se debe dar. Y más ahora que Peñalosa llega a la Alcaldía justo cuando la disputa sobre Uber está en furor.
Sigue pendiente que los gobiernos digan cuál va a ser su rol en la definición o reglamentación de la realidad actual. Necesitamos que dejen claro si optarán por una posición más cerrada que permita proteger los modelos actuales, como lo hizo recientemente Francia. O si abrirán totalmente el mercado sin regulación (con los grandes riesgos que esto conlleva) como sucedió hace pocos meses con el caso Uber en México. O si adoptarán una posición moderada de apertura normativa como la de Massachusetts.
Sin duda, el modelo actual de movilidad y accesibilidad para las ciudades necesita una restructuración. El tema es complejo y tiene numerosas implicaciones. Pero eso no puede impedir hacerles un llamado de atención a los gobiernos nacionales y locales sobre la necesidad de tomar una posición. Solo así evitarán que estas ‘soluciones’ se presenten de forma desordenada y, más importante, que aparezcan y operen sin servir al interés general.
Fuente: Revista Semana
Fotografía: Flickr Mark Warner
Add Comment