Infraestructura Movilidad Nacional

¿Por qué las obras públicas se demoran tanto en Colombia?

Incumplimiento y tardanza parecen ser un destino fatal de algunos de nuestros proyectos civiles. 

Hace poco más de dos meses, el martes 13 de julio, los curiosos que se pasan el día entero navegando en internet, buscando y rebuscando, se quedaron con la boca abierta. No salían de su asombro. Estaban pasmados. No podían creer lo que veían. No les cabía en la cabeza.

Resulta que en la página electrónica de una empresa privada, que se dedica a hacer obras públicas, apareció un aviso relacionado con la carretera que parte de la localidad de Cambao, y que unirá a Bogotá y Cundinamarca con Manizales y con todo lo que queda en el trayecto. Para decirlo en pocas palabras, dicho aviso informaba que esa vía, que ha sido declarada de interés estratégico para todo el país, fue iniciada en el 2020 y será terminada dentro de 29 años. Es decir, en el 2050.

¿Treinta años completos para hacer una obra pública? Eso fue lo que dejó perpleja y atónita a mucha gente. Patidifusa, como se decía en la antigüedad. (La verdad sea dicha, no veo por qué tanto asombro si en Colombia las obras públicas duran toda la vida y no se terminan nunca. Esta carretera no sería una excepción sino la regla).

Pero, cuando las redes electrónicas empezaron a llenarse de mensajes y de protestas, la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI), que es la entidad estatal encargada de esos menesteres, hizo saber que el aviso estaba mal redactado porque en el 2050 lo que concluye no es la obra de la carretera, sino el contrato de concesión, “que incluye la operación y el mantenimiento de la vía”.

La aclaración de la ANI agregaba que la carretera propiamente dicha será concluida en el primer semestre del 2023. Es decir, dentro de año y medio. Amanecerá y veremos. Y también anochecerá y veremos.

Esa noticia errónea de la carretera entre Cambao y Manizales lo que hizo fue removerme en la cabeza el eterno tema del retraso en las obras públicas que se emprenden en nuestro país. Algunos ejemplos se volvieron tan insólitos y extravagantes en su incumplimiento, que ya forman parte de la historia nacional.

El gran atraso

El asunto se ha vuelto tan repetitivo y tan crónico, que ya nadie recuerda cuál fue la última obra pública que se pudo concluir a tiempo, ni cuándo, dentro de los plazos calculados por sus contratistas y por el propio Estado.

La verdad es aterradora: en este preciso momento, según los cálculos hechos por los funcionarios gubernamentales a quienes he consultado, la mitad de todas esas obras están atrasadas. El desfase es del 49 por ciento, para ser exactos y precisos.

La experiencia nos ha enseñado que, entre todas las obras públicas que emprende el Estado, las que más se tardan, se demoran, se aplazan, se vuelven eternas, son las carreteras, los aeropuertos y los hospitales, aunque ya no se trate de construirlos sino apenas de repararlos.

Los retrasos son tan graves y tan frecuentes que diferentes gobiernos nacionales han intentado encontrarle una solución al problema. Se crearon comisiones de reactivación, mesas de trabajo, equipos de expertos, pero nada de eso ha producido resultados. Aunque parezca una broma del destino, que a veces se divierte burlándose de los seres humanos, hasta la instalación de esos grupos de aceleración sufrió retardos y demoras.

De La Línea al Dique

El país entero sabe que la construcción del túnel de La Línea se volvió una auténtica tragicomedia de la que se burlaba todo el mundo. Es un horrible pero magnífico ejemplo si queremos hablar de retrasos históricos.

Con una extensión de ocho kilómetros y seiscientos metros, el de La Línea es el túnel de carretera más largo no solo de Colombia sino de todo el continente americano. Une a varios departamentos, entre ellos Quindío y Tolima. También conecta a Bogotá con el océano Pacífico.

Pues, para que ustedes sepan, el proyecto para construir el bendito túnel es tan viejo que se inició en el año de 1925, hace ya casi un siglo. Fue entonces cuando se perforaron los primeros trescientos metros de la gran obra. Y los últimos cien solo se construyeron el año pasado, en septiembre del 2020, lo cual indica que la monumental epopeya duró casi un siglo, noventa y cinco años, para ser absolutamente exactos.

Y si en la región montañosa de los Andes el asunto es así de retardado, indolente y largo, en las costas marinas del Caribe la situación no es nada mejor, ni mucho menos.
Miremos, para no ir muy lejos, un caso emblemático y ejemplar: el canal del Dique.

Entre el mar y el río

Corría el año de 1649, en la mitad del siglo diecisiete, y estábamos en pleno dominio del imperio español sobre el territorio que posteriormente sería la República de Colombia.

Ese año el gobernador español de Cartagena de Indias, Pedro Zapata de Mendoza, le solicitó al cabildo de la ciudad que financiara la construcción de un canal que uniera el río Magdalena con el mar Caribe. Pero, como siempre ha pasado, le contestaron que no había presupuesto. Se acabó la plata. El gobernador Zapata de Mendoza, que era un hombre emprendedor, dijo que él prestaba el dinero y respondía por todos los gastos de la obra.

Fue así como los indígenas de la región, y los esclavos negros que llegaban de África, fueron obligados por ley a trabajar gratuitamente en la nueva obra. Se calcula que un poco más de dos mil hombres abrieron el canal con instrumentos rústicos como palas, hachas, machetes. Imagínese usted, aún no existían las grúas, ni las retroexcavadoras ni nada de esas maquinarias. Verdadera hazaña fue abrir un canal de 115 kilómetros con las uñas.

Por ahí empezó la maravillosa idea de unir comercialmente la región Caribe con el interior de Colombia, de exportar mercancías o de importarlas y de poder repartirlas por todo el territorio nacional.

Le sacaron gran provecho económico al canal, pero nadie se acordó de invertirle un peso en mantenimiento, lo que hizo que, a causa de sedimentaciones, la vía solo fuera navegable unos pocos meses al año.

Hasta el propio Bolívar

Aunque ustedes no lo crean –o sí lo creen, porque eso es lo que siempre ocurre en nuestra historia–, pasaron dos siglos más, doscientos años, nada menos, y no fue posible conseguir que los gobiernos nacionales o locales financiaran la reparación del canal.

Hasta que en 1828, cuando ya éramos un país independiente y supuestamente libre, el presidente Simón Bolívar le ordenó al gobierno municipal de Cartagena que limpiara el canal para retirar la tierra, hierbas, basuras y todo lo que arrastraba el río, a fin de restablecer la navegación. Nunca lo hicieron. Ni Bolívar pudo lograrlo.

Llegó el siglo veinte, nuestra época. A comienzos de los años cincuenta el presidente Laureano Gómez abrió un proceso legal para contratar las obras que el canal necesitaba. Pero en 1953 fue derrocado por el general Rojas Pinilla.

Pasaron cuarenta años más y el canal seguía esperando su recuperación completa. En 1982 hubo nuevos intentos por parte del presidente Belisario Betancur y desde 1986 su sucesor, el presidente Virgilio Barco, hizo lo propio. Pero, hasta el día de hoy, esos planes no han concluido y el Dique sigue atascado, esperando una mano milagrosa que lo salve. Y, mientras tanto, la bahía de Cartagena sedimenta más cada año, poniendo en peligro la actividad de los principales puertos del país para el comercio interior y exterior.

Por todo el país

Estos dos casos que acabo de describir son emblemáticos, símbolos tristes de la dejadez y el abandono. Pero los ejemplos abundan en toda Colombia, desde las grandes ciudades hasta los pueblos más modestos, en la llanura y el mar, en el monte y en las calles, en la selva o los ríos.

Para no ir muy lejos, miremos el modelo más grande de todos, el de la propia capital del país. Las investigaciones más juiciosas demuestran que para algo tan simple como pavimentar los huecos de una calle, en Bogotá se demoran en promedio entre tres y cinco años. Cómo será, entonces, en los municipios olvidados y apartados. Bueno, ahí ni siquiera hay calles.

Es triste decirlo, y duele tener que reconocerlo, pero la indolencia ya forma parte de nuestra historia. Si no me cree, pregúnteles usted a los habitantes de Aracataca, una población con 40.000 habitantes, en el departamento del Magdalena. Allí nació Gabriel García Márquez, el premio nobel de literatura. Pero ni así han podido completar la obra del acueducto.

Cien años de ansiedad

Desde hace más de quince años, en el 2005, y hasta el día de hoy, se han celebrado catorce contratos que buscan darles a los cataqueros un servicio permanente de agua. Y todavía no ha sido posible lograrlo por completo. Por eso es que ellos mismos dicen, recordando al gran novelista, que están viviendo cien años de ansiedad.

Han anunciado ya tantas inauguraciones de esa obra, que hasta los presidentes de Colombia se han quedado con la maleta hecha para ir a entregar el acueducto.
La Contraloría General de la República dice, en un informe especial sobre el tema, que esa obra se ha visto frustrada por deudas pendientes, adjudicaciones equivocadas y demandas contra el municipio. Nada nuevo. Es lo mismo que pasa a diario en todo el país.

Epílogo

En Bogotá hay, en este momento, alrededor de 50 obras públicas que nunca se han concluido. Pero la plata sí se ha girado. En Yopal, en las soleadas llanuras de Casanare, un hospital que costó más de 150.000 millones de pesos aún no ha visto terminar su dotación, aunque sí fue contratada y pagada.

El primer enemigo terrible con que tropezamos los colombianos, cuando se trata de obras públicas, es la corrupción. Ahí es donde deberían intervenir los organismos estatales de control, que desde hace años están en manos de la politiquería. Pero, la verdad sea dicha, no se trata solo de la corrupción sino también de la negligencia.
Hay que decirle al ciudadano común, que es la auténtica víctima de esta terrible situación, que aprenda a reclamar sus derechos, a protestar sin disparar, a denunciar sin gritar.
Ya es hora de que acabemos con esa vergonzosa tradición.

Reportaje realizado por: JUAN GOSSAIN

Fuente: El Tiempo

Imagen:  El Tiempo

Ver artículo original

Volver a página de inicio